Una tarde muy
calurosa, un león dormitaba en una cueva fría y oscura. Estaba a punto de
dormirse del todo cuando un ratón se puso a corretear sobre su hocico. Con un
rugido iracundo, el león levantó su pata y aplastó al ratón contra el suelo.
-¿Cómó te
atreves a despertarme? -gruñó- Te-voy a espachurrar.
-Oh, por
favor, por favor, perdóname
la vida -chilló el ratón atemorizado-Prometo ayudarte algún día si me dejas marchar.
la vida -chilló el ratón atemorizado-Prometo ayudarte algún día si me dejas marchar.
-¿Quieres
tomarme el pelo? -dijo el león-. ¿Cómo podría un ratoncillo birrioso como tú
ayudar a un león grande y fuerte como yo?
Se echó a
reír con ganas. Se reía tanto que en un descuido deslizó su pata y el ratón
escapó.
Unos días más
tarde el león salió de caza por la jungla. Estaba justamente pensando en su
próxima comida cuando tropezó con una cuerda estirada en medio del sendero. Una
red enorme se abatió sobre él y, pese a toda su fuerza, no consiguió liberarse.
Cuanto más se removía y se revolvía, más se enredaba y más se tensaba la red en
torno a él.
El león
empezó a rugir tan fuerte que todos los animales le oían, pues sus rugidos
llegaban hasta los mismos confines de la jungla. Uno de esos animales era el
ratonállo, que se encontraba royendo un grano de maíz. Soltó inmediatamente el
grano y corrió hasta el león.
—¡Oh,
poderoso león! -chilló- Si me hicieras el favor de quedarte quieto un ratito,
podría ayudarte a escapar.
El león se
sentía ya tan exhausto que permaneció tumbado mirando cómo el ratón roía las
cuerdas de la red. Apenas podía creerlo cuando, al cabo de un rato, se dio
cuenta de que estaba libre.
-Me salvaste
la vida, ratónenle —di¡o—. Nunca volveré a burlarme de las promesas hechas por
los amigos pequeños.
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